Voy a la Región de Tarapacá, visito la Quebrada de Tarapacá, diviso el monumento a la Batalla de Tarapacá, llego al poblado de Tarapacá, cruzo el Río Tarapacá, fielmente acompañado del sol que cae sin contemplación sobre el desértico paisaje. Yo tampoco tengo contemplación mientras borro mis imágenes mal habidas, que no le hacen justicia a esta árida belleza tarapaqueña pintada con ocres perfectamente combinados.
Decepcionado me dirijo al cementerio del pueblo con la única ambición de obtener al menos una imagen que valgan la pena durante esta frustrante salida. Cerca del cementerio hay un pequeño cerro, con un peculiar alero. Con seguridad un refugio ancestral de pastores andinos, me dice la vieja voz de la experiencia. ¿A lo mejor podría captar imágenes de arte rupestre?
Comienzo a subir el cerro siguiendo un sendero regado extrañamente con pequeños trozos de alfarería de color café, como las de los maceteros que se pueden adquirir en las grandes tiendas, ¿pero quién vino a esparcir estos fragmentos en el desierto?
Finalmente alcanzo el alero, pero allí no hay nada de interés, no hay petroglifos, no hay pinturas, no hay grabados rupestres, salvo algunos rastros de fogatas. Decepcionado me preparo a regresar, cuando veo la enorme roca que perfila su silueta perfecta contra el horizonte andino. Un bloque ideal para que pastores ancestrales acuñen sus marcas precolombinas en su piedra eterna.
Tampoco tengo suerte. La roca no tiene ningún vestigio precolombino aunque desde allí por fin logro captar buenas imágenes de la peligrosa hermosura del desierto. De pronto, de la nada, distingo un fémur humano, el único hueso que podría reconocer. Dejo de mirar al horizonte mientras bajo la vista para constatar lo que ya sabía. A mí alrededor hay huesos de diferente tipo, grosor y largo, además de restos de cerámica, textiles y fibras desparramadas junto a las excavaciones que han dejado los huaqueros.
Literalmente estoy parado sobre tumbas precolombinas, sin embargo una extraña calma me embarga aunque no sé muy bien qué hacer. Instintivamente dejo mi cámara sobre esta tierra mezclada con restos de nuestros hermanos, como una forma de mostrar respeto a los que ya han sido. Luego de mi improvisada ceremonia, me dedico a fotografiar los vestigios culturales desparramados sobre la tierra, sobre nuestra pacha mama, la que acoge a todos, sin distinguir a la mujer del niño, al jefe del siervo, al pastor del agricultor, al infeliz de la amada.
Regreso por otra ladera que en vez de cerámica está regada de huesos humanos, que el tiempo los hace rodar hacia el fondo de la Quebrada de Tarapacá. Conforme me acerco al camino, veo como los últimos restos se mezclan con plásticos que los viajeros tiran despreocupadamente, contraviniendo toda norma, contraviniendo toda cultura, contraviniendo todo respeto, incluso por ellos mismos, acercándose peligrosamente a los huaqueros que saquean el patrimonio de todos. (Eugenio Rivas)